La crisis económica que está en pleno curso es más severa de lo que parece reconocerse en general en el país. No obstante, las evidencias de su magnitud son cada vez mayores. Esta discrepancia es crecientemente perversa.
En Estados Unidos los indicadores del empleo, de la producción y las condiciones financieras se siguen deteriorando y sus repercusiones negativas se transmiten de modo más definido a la economía mexicana.
Ya estamos en el momento en que se manifiesta el rezago entre lo que ocurre allá y su expresión de este lado. Al final de este trimestre y en el siguiente se van a advertir claramente las formas de la dependencia que existen, pero ahora en un marco de recesión mucho más grave.
Aquí, los datos que se generan periódicamente indican ya un fuerte debilitamiento de la actividad productiva, las exportaciones y la generación de empleos. También son mayores las tensiones en las condiciones monetarias, el crecimiento de los precios, las corrientes del crédito y la situación de endeudamiento de las familias.
El caso es que la crisis ocurre en un entorno frágil de la situación social y sobre una estructura económica que puede ser mucho menos resistente de lo que algunos han creído.
Recientemente se cumplieron dos años de la actual administración y es difícil identificarse con el discurso oficial acerca de las condiciones que prevalecen en el país. La recesión que ya se ha instalado hará que, de no enfrentarse los hechos, la brecha entre ese discurso y lo que pasa se vaya ensanchando.
Da la impresión de que en buena parte del gobierno federal se sigue actuando como si las condiciones fueran las usuales, hay mucha pasividad. Hacienda y Banco de México han aplicado diversas medidas para incidir en los mercados de crédito y en el tipo de cambio y tapar algunos agujeros fiscales. No es factible que esas mismas acciones puedan sostenerse en la medida en que avance el deterioro de las condiciones externas e internas.
En algunos escenarios se plantea que el precio internacional del petróleo pudiera llegar a 25 dólares por barril. El seguro adquirido por el gobierno ante la bajada de los precios cubre el año 2009 y tienen que anticiparse los posibles escenarios de restricción financiera y fiscal que están por delante.
El banco central no podrá intervenir sin límites para sostener los niveles crecimiento de los precios, las tasas de interés y el tipo de cambio cuyas metas se fijaron en el marco de un escenario de relativa estabilidad que ya no existe. Cualquier referencia a las tendencias observadas hasta apenas hace unos pocos meses es completamente inútil, un rompimiento decisivo ya ocurrió. Hay un cambio diametral del entorno que debe reconocerse de inmediato.
Las experiencias recientes de crisis indican que prevenir la devaluación, que es el ancla de una estabilidad financiera cada vez más precaria, es un callejón sin salida. Pero tampoco se puede devaluar más aceleradamente el peso, sobre todo en esta economía que consume importaciones con enorme apetito, y cuando las empresas grandes tienen deudas en dólares. Hay que buscar fuera de los límites impuestos actualmente a las políticas públicas más márgenes de maniobra. Estamos cerca de encontrarnos de nuevo con los dilemas más convencionales de la política económica de las últimas tres décadas. Es un entorno que de lleno pone a prueba la verdadera eficacia de las reformas estructurales que se han hecho en los últimos 14 años en materia financiera y fiscal, pero también en el campo de la producción y el comercio exterior.
Existe un sistema financiero deforme, del cual las autoridades que lo regulan –la Comisión Nacional Bancaria y de Valores– pregonan que no existen riesgos que cuestionen su estabilidad. Pero no pueden defender un ápice que sea eficiente en cuanto al financiamiento de la actividad productiva. Está refugiado en los préstamos al consumo, muy rentables y sobre los que comandan márgenes muy grandes de tasas de interés y son sumamente rentables.
La crisis en Estados Unidos está centrada en el sistema financiero y en el excesivo endeudamiento de las familias que al mismo tiempo han perdido el valor de su activo principal: sus casas. La recesión –y la posibilidad de una depresión económica– se expresan en una caída del empleo que impacta negativamente y de manera adicional al consumo. Por eso hay expectativas de que pueda incluso ocurrir una deflación (los precios caen) con repercusiones en menores gastos de inversión.
Es posible que este entorno provoque posturas proteccionistas en ese país. Piénsese, por ejemplo, en las modalidades de un plan de rescate a la industria automotriz y las condiciones que se fijen respecto de los empleos que deban de mantenerse internamente, sobre todo si los sindicatos tienen que hacer concesiones laborales significativas. El efecto aquí va a ser enorme para el sector industrial, que genera la mayor parte de los empleos formales.
Los canales de transmisión de la crisis tienen que ser bien definidos y evaluados para establecer medidas adecuadas de respuesta, aunque por cierto no se pueda contener por completo su impacto. Esta crisis va a ser profunda y, además, duradera. El efecto perverso será así de otra naturaleza y dimensión que la anterior de 1995.
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