Durante el siglo priísta era anatema dar un paso sin mencionar la palabra “revolución”; fue leitmotiv del partido oficial, inspiración de presidentes y el ingrediente que jamás faltaba en los discursos oficiales; un ingenioso pegamento que mantuvo viva la santa unión entre gobernantes, obreros, campesinos y las llamadas “organizaciones populares”. Hoy los gobernantes han dejado de ser “revolucionarios”. Quizá jamás lo fueron (al menos después de José López Portillo, un “revolucionario” pintoresco que entraba a los pueblos a caballo, vestido de chinaco, y ocasionó una verdadera “revolución” al nacionalizar el sistema financiero en los últimos días de su gobierno). Cuando desapareció de la retórica oficial la palabra “revolución” surgieron como fuerzas inspiradoras de la política nacional otras menos iluminadas: “solidaridad”, que en el vocabulario salinista llegó acompañada de su propia secretaría de Estado, y de un “movimiento” apócrifo que pretendió en algún momento sustituir al partido oficial. Después se imprimieron frases como “liberalismo social”, la nebulosa doctrina con la que Salinas pretendió sustituir al “nacionalismo revolucionario” de Miguel de la Madrid, y “democracia”, utilizada hasta el cansancio por un confundido Vicente Fox, que teniéndola en mano jamás comprendió su verdadero significado.
Y puestos a buscar palabras llamativas llegamos a la “globalización”, término por el que, no obstante la debacle mundial, aún vive y muere Ernesto Zedillo, el último presidente del “partido revolucionario”. Hoy, frente a la tumba de la Revolución Mexicana, debemos reconocer que jamás fuimos solidarios (basta observar la cada vez más honda división entre ricos y pobres) y que el liberalismo social salinista únicamente nos condujo al capitalismo salvaje, ahora denunciado por economistas honrados con el Nobel, como Joseph Stiglitz y Paul Samuelson.
¿Democracia? Seguimos buscándola afanosamente, sin encontrarla. Aunque ésta constituya hoy en día el verdadero sustituto de la mística “revolucionaria”. “Democracia” es un término más ingenioso, más acorde con el siglo XXI, y más prometedor. Significa, o pretende significar, que hemos abandonado las luchas fratricidas (aunque hoy se derrame más sangre que en 1910) y que los mexicanos, de cara al futuro, hemos encontrado finalmente el medio para dirimir nuestras profundas diferencias y asumir el control de nuestro propio destino.
Lejos de alcanzar la modernidad que alguna vez vislumbramos, asomándonos al desarrollo económico sostenido que prometía el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, estamos en el umbral de una república bananera, dependientes, como siempre, de la magnanimidad estadunidense, e inmersos en la inseguridad, la violencia, el narcotráfico y las estériles luchas partidistas. Jamás abandonamos el tercer mundo, no obstante las promesas de Carlos Salinas, el primer presidente prianista, cuando apareció orgulloso en la portada de Time mirando al cielo: Mexico looks up (México ve hacia arriba), se tituló un artículo que pecaba de optimismo, porque aseguró que estábamos en la antesala de los países desarrollados, cuando en realidad caíamos estrepitosamente, víctimas de una administración que no se preocupó por los derechos humanos. (“Primero la economía y después la política”, solía decir Salinas, dejándonos al final sin ninguna de las dos.)
Es indudable que el 20 de noviembre, una fecha como cualquiera otra en una nación llena de fechas históricas, fue el ancla a la que se aferró el antiguo partido oficial para justificar en parte la esquizofrenia de su nombre (“revolucionario” e “institucional”: ¡la Revolución hecha gobierno!), al tiempo que escondía su falta de ideología y mostraba, al menos en papel, una nebulosa voluntad de velar por los pobres y los desheredados.
Después de Lázaro Cárdenas cuesta trabajo encontrar un presidente verdaderamente “revolucionario”: ¿Miguel Alemán, el Mister Amigo de los negocios multimillonarios? ¿Gustavo Díaz Ordaz, el mandatario intransigente que mantuvo la integridad de un sistema que se caía a pedazos desatando la masacre de Tlatelolco? ¿Luis Echeverría, verdadero artífice de Tlatelolco y autor del jueves de Corpus? Quizá por esa hipocresía Vicente Fox descontinuó la celebración de un evento que le recordaba el despojo sufrido por su abuelo estadunidense; el fantasma de los “hombres armados” que aparece obsesivamente en sus memorias.
Para mi sorpresa, en pleno siglo panista, el nuevo secretario de Gobernación reivindicó la bandera de la Revolución. El acto me recordó a Juan José Millás hablando de la fiesta nacional española, que desde el franquismo hasta hoy ha sido llamada Día de la Patria, Día de las Fuerzas Armadas, Día de la Hispanidad y Día de la Raza, “siempre con desfile, que sirven lo mismo para un roto que para un descocido”. Para Fernando Gómez Mont, en un acto destinado a dar atole con el dedo a sus aliados políticos, el 20 de noviembre se convirtió en “día de la guerra contra el narcotráfico”. Francisco Villa y Emiliano Zapata deben estar revolcándose en la tumba.
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