Cuando leí los reportajes en torno al acto realizado hace unos días con el nombre de Encuentro de las Familias, o algo así, me sentí en el México del siglo XVIII, o no, quizás bastante antes: las ideas, los escenarios, el discurso político me llevaron a aquella época mágica en la que se podía ver aún hogueras con hombres y mujeres rostizándose en las plazas públicas y rezos conmovedores en plena calle. Desde luego hay diferencias; en aquellos tiempos solían llamarles herejes, ahora el término usado es más moderno y original: “talibanes”. Qué bueno que la Constitución por ahora no incluye todavía la pena de muerte. El discurso de una pobre mujer que participó en el acto (aparentemente, como representante de su papá, un miembro de la clase gobernante), en el que declaraba a las mujeres culpables de violaciones y golpizas por no saber guardar el pudor y vestirse de forma decente, verdaderamente me conmovió, tanto o más que las declaraciones del célebre funcionario de Guanajuato que prohibió los besos en lugares públicos.
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